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El comienzo del viaje


A mis cuarenta y un años de edad, el mundo empezó a desmoronarse a mi alrededor. Cuando entraba en mi estudio, irrumpió Fran y me dijo: «Siéntate, tengo algo muy importante que decirte».

Me senté y ella me dijo: «Joseph, quiero el divorcio. Estoy enamorada de otro».

Aquello me cogió absolutamente por sorpresa. Fran había estado acudiendo a clase en la Universidad de Houston, donde había conocido a alguien y con quien había estado viéndose.

Al acabar la conversación añadió: «Quiero que te vayas de casa esta misma noche». No recuerdo gran cosa de aquella conversación, porque creo que estaba totalmente conmocionado, pero en medio de mi estupor sentía una mezcla de ira, confusión, traición y miedo. Estas sensaciones llegaban a mí en grandes oleadas, predominando la incredulidad y desesperación. Mi matrimonio se había acabado después de veinte años: ya, punto y aparte.

Hice las maletas y me dirigí a un motel. Me sentía humillado, y no quería que nadie me viera. Me sentía totalmente solo y devastado. No sólo estaba perdiendo a mi esposa y a mi hijo, sino que todo mi plan de existencia estaba hecho añicos. Era como si alguien lo hubiera aplastado de un martillazo, destruyéndolo en un instante.

En los días siguientes, a primera hora de la mañana y por la noche, prefería estar solo, mirándome a mí mismo, y, en muchos sentidos no me gustaba lo que veía. A medida que contactaba conmigo mismo y mis sentimientos, el dolor de la pérdida y la confusión se acumulaban en mí y acababan expresándose. Seguía tocando fondo una y otra vez, y las emociones fluían hacia la superficie.

Comencé a escribir un diario de mis reflexiones para descubrirme a mí mismo, entender quién era. Este proceso puso orden en mi mente y aportó coherencia a mi conciencia, me daba una paz y una comprensión que no hallaba en ninguna otra actividad. Los diálogos conmigo mismo llegaron a ser preciosos para mí. Los ratos de soledad eran una purificación necesaria en medio de la crisis. Cuando miro atrás, me doy cuenta de que en esos momentos de diálogo silencioso obtuve importantes comprensiones que guiaron las elecciones que fui haciendo en mi vida.

A medida que mis pensamientos se fueron aclarando, pude expresar espontáneamente el dolor a través de un llanto que me salía de las entrañas. Quizás lloraba por la pérdida de mi familia, pero también por el tipo de vida irreflexiva que había llevado hasta entonces. O tal vez estuviera liberando toda la pena acumulada durante años. Pero lo más probable era que me estaba permitiendo sentir de verdad por primera vez.

En los meses siguientes empecé a abrirme gradualmente a los sentimientos, y también empecé a valorar cada día como algo precioso. Anteriormente no había experimentado la vida de esa forma. Los años eran borrosos, apenas había subidas o bajadas que fueran reales. Había pasado muy buenos momentos, pero, curiosamente, empecé a sentir que había vivido una vida muy mediocre. Ahora las experiencias cumbre eran muy intensas, ardían en mi memoria aunque no se tratase de grandes eventos.

En momentos así, sentía repentinos éxtasis de armonía que me transfiguraban. Empecé a reflexionar sobre mi forma de vivir, hacia dónde me dirigía y qué quería de la vida. Cuando viajaba hablaba con otra gente tratando de averiguar si lo que sentía respecto a mí mismo era compartido por otros. Descubrí que la mayoría de la gente de mi generación que había triunfado se sentía como yo: tenían casi todo lo que deseaban en cuanto a bienes materiales, pero en realidad no estaban viviendo su vida, no eran verdaderamente libres. Querían destacar, marcar la diferencia, querían contribuir, pero estaban inmovilizados por el miedo y la necesidad de tener cada vez más bienes materiales. Es la necesidad de «tener» en lugar de «ser».

Descubrí que en realidad la gente no tiene miedo de morir, sino de no haber vivido, de no haberse tomado en serio el propósito superior de su vida, intentando al menos plasmarlo y marcar la diferencia en el mundo.

Años más tarde me di cuenta de que aquellos momentos habían sido el comienzo de un nuevo camino existencial, de un viaje interno. Aquellos momentos de apertura me llevaron a tomar una senda totalmente distinta a la anterior, una nueva manera de ser. Los elementos esenciales de mi vida cambiaron completamente. En lugar de controlar mi vida, acabé aprendiendo lo que significa dejar que la vida fluya a través de mí. Cuando no se controla, las subidas y bajadas son más intensas y yo sentía que corría muchos más riesgos que antes. Este tipo de vulnerabilidad era consustancial a la senda de que el camino se hace al andar.

Joseph Jaworski