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Agua del recuerdo


Para Miriam Raquel, siempre de nueve años.

A las madres todos los años se nos muere un hijo. Cuando el hijo cumple dos años, ha muerto uno de un año. Cuando el hijo cumple tres años, ha muerto uno de dos. Cuando cumple nueve, ha muerto uno de ocho. Cada apagón de velitas en el reino de los bonetes de colores y los globos que parecen lunas infladas por los angelitos, significa un niño que no volverá nunca, el nacimiento de otro ser diferente que pensará, hará y sentirá otras cosas.

Y, además, cuando ya los hijos son grandes, cuando ya son hombres o mujeres, los que caminan adentro del corazón de las madres no son los pasos de zapatos de tacos ni de enormes abotinados número cuarenta, sino los pies menudos de un chiquillo que todavía se trepa a los sillones nuevos y hace añicos el florero de cristal y les corta las hojitas nuevas a los largos helechos de las macetas. Oímos a las madres hablar de sus hijos mayores; no recuerdan cuántas veces, después de los dieciocho, llevaron el pelo largo o corto, rojo, castaño o rubio, pero hablan con primoroso celo del vestidito celeste con las motitas blancas bordadas por la tía, que el viento de la ronda abría como una sombrilla en las tardes de plaza. Y el agua del recuerdo va lavando los ojos y dejando tan nuevos los colores: campanillas de enredaderas, que eran mucho más violentamente azules cuando Pablo era chico; las pestañas de Clarisa, que eran tan largas que casi le tocaban las cejas, pero ahora, después de tanto leer y estudiar para recibirse de abogada... y la vocecita de Adrián recitando en la escuela aquel verso sobre la patria, pelo engominado, delantal de espuma...

El agua del recuerdo se mete entre canteros donde, en lugar de flores, crecen chocolatines, chupetines redondos pintados de arco iris, y va llevando un canto arrullado en su vientre de cristal.

Miriam Raquel: mamá te vio apagar las velitas de tus nueve años, y después, nada más, hacia adelante, solamente un aire vacío de tu tibieza, unos vestidos que nunca van a contenerte, una polvera, un rouge, un muchachito dispuesto a enamorarse... todo lo que no vas a estrenar nunca.

Porque mamá no tendrá nunca una hija de quince años. Eso lo sabemos vos y yo, Miriam. Pero nunca dejará de tener una hija de nueve. Siempre de nueve años, siempre de pelo largo y rezongando un poco porque «ese peine me tira...», y las rodillas donde parece que es de noche y una esponja enjabonada las hace amanecer, y los ojos descubriendo bichos de luz en las nochecitas de verano, y la vuelta en bicicleta prestada de la nena de al lado, y las ganas de seguir durmiendo un rato más en vez de ir tan temprano a la escuela.

Miriam Raquel, no vas a crecer nunca, no vas a estrenar llantos amargos, no vas a tener que apretar fuerte los párpados para no ver injusticias, no vas a tener que luchar empecinadamente.

Saltarás la rayuela, pisarás levemente, con la fragilidad de un pétalo caído, la media luna del cielo; se abrirá tu sonrisa de nubecitas blancas, andarás por los bellos jardines del corazón de mamá, con la muñeca preferida apretada contra el pecho y el vestido liviano que el viento te planchaba...

Presente, tierna, tibia, detenida en la infancia, detenida en el tiempo, arrullada por las mismas canciones con que mamá te dormía, porque ella las sigue cantando para vos, y vos hacés el compás moviendo la cabeza, y te gusta que mamá te cante, y te acurrucás contra su pecho, desde el lado de adentro, desde donde galopa la sangre, en esa región que te pertenece y de la que sos la pequeña habitante de nueve años de luz y de ternura para siempre. Esa región en la que mamá te cuida, te conversa, te protege y te acuna sin alejarse nunca de su nena, de su nena de «arrorró pedazo de mi corazón».

Poldy Bird