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La necesidad de controlar


¿Por qué, cuando algo no sale como queremos, el coraje, la intolerancia o la frustración se apoderan de nosotros?

Cuando nos hacen esperar, o alguien nos cancela una cita, o las personas no responden a nuestras expectativas, pensamos que nuestro enfado es culpa de las circunstancias externas, cuando la verdadera molestia viene de nuestro interior, de perder el control de la situación. Lo que realmente se afecta es nuestro deseo de controlar, de lo cual no tenemos conciencia.

El sentirnos frustrados tiene que ver con algo que no es como esperábamos y que quisiéramos cambiar, ya sea el tráfico, la actitud de otro o nuestro cuerpo. Si discuto con alguien y me enojo, automáticamente acuso al otro de mi molestia. Si no tuviera el deseo de que las personas fueran diferentes de lo que son y si no buscara siempre modificar la realidad, no me afectaría el acontecer natural de las situaciones. Pero el deseo de controlar nos atrapa ya que surge de ideas grabadas en el inconsciente sobre lo que nosotros pensamos que debe de ser y que tomamos como la única verdad.

El aferrarnos a ellas es lo que nos hace rígidos e inflexibles, limitándonos, porque toda nuestra energía está puesta en manipular y forzar para lograr nuestros objetivos. Creemos que la felicidad está en que las circunstancias sean como nosotros queremos y caemos en este engaño una y otra vez.

El día que empecemos a aceptar que no podemos controlarlo todo, entenderemos que en cada evento que se sale de nuestro dominio hay una enseñanza que sirve precisamente para dejar ir nuestras ideas rígidas de cómo nosotros queremos que sean las cosas y volvernos más suaves. Es a través de estas situaciones no deseadas, que la vida nos ayuda a cultivar la aceptación para hacernos más flexibles, y empezar a darnos cuenta que la paz interna no depende de las circunstancias externas.