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Lamento roto


Aún no entiendo en dónde te encuentras. ¿Y si buscara entre los laberintos de sombras que dejaste al irte? ¿Y si prendiera la luz? Aunque la silenciosa lobreguez de tus labios es más poderosa y más fuerte que el mayor de mis intentos.

¡Vamos! ¿Qué esperas? ¡Levanta la vista! Aún eres joven... ¡Pelea! ¡Muere de pie! No te escondas detrás de aquella pared y déjame entrar... ¿Podrías permitírmelo? Acepta, al menos, que vea en tu interior, pues recuerdo que era todo tan limpio, tan puro...

No te mueras, te imploro, con palabras desnudas de oídos. Ven a mí, repito, pero tu rostro tibio y tus ojos pálidos se muestran presos en un mundo propio y lejano. ¿Qué hiciste con aquellos destellos que descubrían lo mejor de mí? ¿Por qué se los regalaste a aquel vendedor de ilusiones? ¿Cómo fue que permitiste que se apagaran vendiéndolos a muy bajo costo? Acaso, si te acariciara, ¿podría encenderlos de nuevo?

Vuelve, niña, mujer, vuelve... ¿Acaso es tan grande el placer de volar sin alas, que permites que tu mente muera en tu misma presencia sin siquiera intentar evitarlo? ¿Tan bello puede ser viajar hacia la soledad del «sin amor»? Ahí, donde estuviste escondida, lejos de cada uno de mis latidos que rogaban por tu vuelta.

¡Volemos juntos! Volvamos a disfrutarnos. ¿No recuerdas, acaso, que aquello sí era volar? ¿Cómo puede ser que no te acuerdes del blanco de tus alas? ¿O del día en que, juntos, abrazamos el cielo? ¡Volábamos tan alto! No, amor, no le amputes los brazos al corazón de tu alma. No lo ocultes en medio de los truenos que robaron tu claridad. Llénalo de colores. ¿O es que ya olvidaste cómo brillaban tus pómulos de inocente vergüenza? ¿O cómo resplandecía el sol en el mar de tu mirada?

¿Cómo pudiste abandonarme por unos gramos de alas muertas? Si aquellas que yo te había regalado eran más grandes, eternas, y, por sobre todo, tuyas. Ya no puedo mirarte, no soporto más verte así, el marrón que te rodea no combina con tu piel clara, y no me cabe en el alma el pesar de verte vestida con las finas láminas de un cedro laqueado y brilloso, tan frío como tus labios que, mudos, esperan que los gusanos culminen la obra.

Renueva tus alas, no mueras, o sí, muere, si ese es tu deseo; pero que tu último vuelo no sea en picada, que sea alto, muy alto, y, antes de irte, despídete permitiéndome respirarte, pues tengo miedo, mucho miedo, amor, de no volver a saborear tu aroma a jazmines ni en los jazmines marchitos de mi alma.

Walter Darío Mega