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Los niños y las niñas de nadie


Los niños y las niñas de nadie tienen un año o menos. Algunos no conocen a su padre y lo más parecido a ello es ese hombre que los aterroriza con su voz y sus manos, y que los hace creer que los monstruos y villanos de los cuentos de hadas existen.

Los niños y las niñas de nadie no conocen el abrazo de una madre, un te quiero, una simple mirada de aceptación o de solidaridad. No escuchan canciones de cuna, se duermen entre los gritos y la violencia, y no saben si están despiertos o viven en una pesadilla. Tienen sus cuerpos marcados por manchas moradas, sangre, rasguños, mordiscos, quemaduras, descuido y abandono.

Son aquellos que el único contacto que reciben es el de la mano que castiga, el látigo que hiere y la indiferencia que mata. Sus almas están abarrotadas de indiferencia, desamor y soledad. Son hijos e hijas de la vida que deben aprender a valerse por sí mismos, aunque aún no puedan siquiera caminar. No tienen derecho a llorar, a sentir dolor o miedo porque eso sería el principio de la peor película de horror.

Los niños y las niñas de nadie son invisibles para sus vecinos, que una y otra vez son testigos de cómo son golpeados, humillados o abandonados. ¿Será que no los ven o prefieren no verlos? ¡Incomprensible! Nunca lo entenderé, porque lamentablemente nuestros niños sueñan con superhéroes que vendrán en su rescate. Pero, ¿cómo los van a rescatar quienes eligen no ver?

Los niños y niñas de nadie son mis pacientes desde hace ocho años. Son pequeños con sus cuerpos brutalmente golpeados sin importar cuán pequeños son. Las fracturas, los sangrados, las cirugías, el dolor, el miedo y la soledad son sus compañeros. Ni una sola llamada o visita de un ser querido para saber si aún vivía. El dolor de un cuerpo y un alma agotada, lo esperaba el compromiso de un hospital y una sociedad de mostrarle que el mundo no era solo un sitio de horror.

Hace un año le pedí a uno de ellos que luchara por vivir. Que luego de tres meses de hospitalización, múltiples cirugías, toda la gama de complicaciones de una hospitalización prolongada, que fuera de las puertas del hospital había amor, justicia, abrazos, y te quieros. Pero le fallé, y luego de tres meses partió al cielo, sin haberme mostrado nunca una sonrisa y sin saber que los únicos que lo lloramos, éramos la familia que adoptó en esos meses en ese hospital.

Probablemente sabía que no estábamos preparados para darle lo que se le había negado en su añito de vida y que merecía. Porque la indiferencia de la sociedad, la falta de recursos y personal de nuestras instituciones y la falta de compromiso de todas y todos, no nos ha permitido devolverle a todos la posibilidad de sonreír.

Por eso, y por todos mis niños y niñas, estoy convencida que ya no nos podemos permitir ser más espectadores de esta terrible realidad que nos cubre como la más densa niebla. Hoy es el momento de adquirir responsablemente el compromiso con los niños y las niñas de nadie, que desde hoy y para siempre deben ser los niños y niñas de todos.

Tienen que dejar de ser invisibles y ser de nuevo Juan, y María. No podemos darnos el lujo de perderlos; porque la muerte nos los arrebate o porque las secuelas de sus traumas los maten en vida. Es por esto y por todas las vidas que en ocho años he visto apagarse, que como médico, como mujer, como hija y madre, hoy hago una invitación a todos y todas sin importar quiénes seamos o lo que hagamos para que nos unamos como estado y sociedad civil.

Los invito para que nos convirtamos en una muralla de valientes seres humanos que resguarde y proteja a lo más valioso de nuestra sociedad: nuestros niños y niñas. Les aseguro que si ustedes no cambian o no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de Los Cielos. Por lo tanto, el que se haga pequeño como este niño, será el más grande en el Reino de Los Cielos. El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a Mí mismo. Mateo 18, 3-5

Doctora Fabiola Chacón Chaves, Unidad de Trauma, Hospital Nacional de Niños, Costa Rica