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No jures por la luna


No necesito que me jures. No porque te crea todo, ni porque no te crea en absoluto, sino porque no creo en los juramentos. ¡Hay tantas maneras de dejarlos sin efecto!: cruzando los dedos mientras lo haces, pensando en un elefante blanco, derramando un vaso de agua...

Ya sabes que el único juramento que no puede anularse, cambiarse, posponerse, es jurar por la luna.

Si juras por la luna una mentira, no morirás, no llorarás, no caerá sobre ti un meteorito despedido de Saturno.

Simplemente... quedarás ciego para ciertas imágenes, sordo para ciertos sonidos y no podrás oler nunca más las fragancias y los perfumes que tanto te gustan.

No podrás volver a ver las uvas en racimos, el color rosa de cuando la tarde se vuelve rosa sobre las montañas, las estrellas fugaces cruzando la noche como látigos de plata, el unicornio, los barquitos a vela pintados en el mar, la tinta manuscrita de las cartas.

No oirás el canto del zorzal, el zumbido de la abeja, el croar de las ranas, los solos de violín, el CD de Enrico Caruso, el ruido del motor de tu auto, la voz de Pepe Grillo cuando te da consejos.

Por eso, no jures por la luna. No me digas «Te juro por la luna que te amo». Sólo trata de estar cerca. De contestar mis llamados. De leer lo que escribo y comentármelo, así, como al pasar, nada «inteligentemente preparado», sino un sencillo «me gustó» o un sincero «¿Qué quisiste decir...?»

Trata de interesarte por el motivo de mis lágrimas. De apretarme la mano cuando te gusta la música que están tocando en la película. De pensar en mí cuando no estás conmigo, aunque te parezca que jamás me enteraría.

¿Me conoces? ¿De veras crees que me conoces? ¿Por qué te asustas tanto cuando nuestros espíritus se acercan sin disfrazarse? De todos modos, a ningún hombre le interesa conocer en profundidad a una mujer. Se conforman diciendo: «¿Quién entiende a las mujeres?» y encogiéndose de hombros, convenciéndose de que a las mujeres sólo les importan las tonterías y son especialistas en hacer ridículos reclamos.

No me conoces. No conoces a la que piensa en ti mientras estás fuera, mientras viajas por trabajo, mientras comes con otras personas... No conoces a la que espera tus llamados y trata de que su voz no delate su alegría al escucharte. No conoces a la que en sus cartas te envía jazmincitos y rosas disecadas entre las páginas de algún libro. No conoces a la que te dice «Sí, bueno, lo dejamos para otro día», y cuando corta se pone a llorar porque se había hecho la ilusión de estar acompañada, de contarte que los días nublados y grises me gustan porque me hacen sentir invisible, y puedo hacer lo que quiero sin que nadie me vea y sin culpas.

En los días grises los sonidos se emparejan, las distancias se acortan, nada queda tan lejos y nada es imposible. En un día gris podría decirte que te quiero. Que me gusta que me pongas azúcar en el café y recuerdes que son dos sobrecitos.

Tenemos poco tiempo. No estamos al comienzo de la vida. Ya hay veces que nuestros ángeles custodios están cansados, que las cuentas del rosario se desparraman por el piso y debo juntarlas temiendo que se pierdan.

No me hagas esperar entre encuentro y encuentro. No levantes paredes de tiempo y de silencio en donde debería haber una sencilla plaza, con un banco en el medio y tú y yo allí, sentados, hablando, ¡con tanto que tenemos que contar!, compartiendo ¡con tanto que tenemos para compartir!, viviendo lo poco o lo mucho que nos quede por vivir.

Y amándonos, como podamos amarnos. Sin jurar por la luna...

Poldy Bird