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Preferiré siempre a los que sueñan


Es la historia de un amigo judío, un recuerdo de su infancia. Cuando era niño formaba parte de una tribu que vivía en el desierto en tiendas de campaña. Una noche, cuando dormía junto a la mujer que lo cuidaba, apremiado por una necesidad natural, el niño salió de la tienda y se sintió maravillado ante el cielo plagado de estrellas que nunca había visto.

Al niño le pareció que aquella noche era la noche más bella desde la creación del mundo. Era todo tan sereno, tan apacible, bajo el brillo de millares de estrellas, que se diría que aquella gran armonía estaba anunciando algo. Creía el niño que esa belleza no podía terminar allá; que esto estaba preparado para algo o alguien. Corrió emocionado hacia la tienda y le gritó a la mujer que lo cuidaba: -«Ven, ven a ver el cielo, hay por lo menos diez estrellas , ¿no crees que el Mesías podría venir hoy?» La mujer, medio dormida y con una sonrisa, miró al cielo y le dice al niño: -«Olvida al Mesías, ¡y aprende a contar!»

En el niño y en la mujer está resumida la humanidad. El niño forma parte de la minoría de los que esperan algo, de los que están seguros de que la belleza del mundo esconde mayores secretos, de los que se atreven a creer en la posibilidad de la utopía. La mujer es la parte de la humanidad que cree que lo ha visto todo, se ríe de los soñadores, prefiere creer poco, esperar nada y así se siente más segura.

Yo siempre preferiré a los que sueñan... aunque se equivoquen, a los que esperan... aunque fallen sus esperanzas, a los que creen en la utopía... aunque queden en el medio del camino...

Sólo la felicidad será de los que sueñan, de los que creen, de los que esperan.