Qué hay en un apellido
Al cumplir once años, mamá se volvió a casar. Cuando yo tenía cuatro o cinco, ella y mi padre se habían divorciado y pasamos de un brillante y alegre departamento de planta baja en un barrio seguro de clase media, a un departamento chico y más oscuro en el cuarto piso de una zona más pobre de Nueva York.
A menudo mi hermano y yo nos sentíamos solos y asustados cuando oíamos sirenas de policía y de ambulancias en la noche. En los seis años que vivimos allí, recuerdo que envidiaba a mis amigos que tenían padre. Soñaba conseguirme uno. Mi propio padre había abandonado mi vida por completo: dónde se encontraba, era un misterio. Pensaba que, si hubiera tenido un padre habría sido un poderoso guardián que me defendería mágicamente contra los muchos peligros que sentía que había enfrentado en la calle. No sé cómo, en esa fantasía infantil, mi nuevo padre no tendría que trabajar. Sólo estaría allí, para mí, cada vez que lo necesitara. Si otros chicos me amenzaban, super papá aparecería y los sacaría corriendo. Era pura ilusión, pero igual resultaba un sueño poderoso para un chiquito asustado.
De pronto, en nuestra vida apareció Frank McCarty. Era atractivo e interesante, porque era capitán de detectives de la policía de Nueva York. Tenía una enseña dorada de la policía y había un revólver en la cartuchera de su cinturón, bajo la chaqueta de su traje.
No recuerdo el día que lo vi la primera vez, pero tengo la memoria del momento de un modo general, y la sensación de dramática excitación que me produjo.
La policía era cosa de película. Los policías no eran gente que uno conociera de verdad. Les conté a mis amigos acerca de él. Sus ojos se agrandaban cuando describía su revólver y las historias que me contaba sobre cómo había capturado a algunos tipos malos.
No le gustaba contar esas historias, pero mamá quería que sus hijos lo aceptaran y sabía qué cosas les gustaba oir a los chicos. Ella le daba el pie para que contara alguna historia y Frank aceptaba, relatándola pacientemente. A medida que se iba adentrando en la historia, se animaba y el cuento adquiría proporciones místicas.
Un día, mamá me preguntó cómo me sentiría si se casara con Frank. A esa altura, yo estaba realmente atrapado. Él me había llevado a un partido de los Giants en la Cancha de Polo. Habíamos ido juntos a Coney Island. Hablaba conmigo. Me daba consejos sobre cómo defenderme cuando me enfrentara con chicos peleadores en la calle. Su revólver resplandecía oscuramente bajo su chaqueta. Podría tener un papá, un protector, alguien que me llevara a los partidos.
- ¡Viva!- exclamé- ¡Me encantaría!
Llegó la fecha. Fuimos a un hotel rural cuyo dueño era amigo de mi madre. Otro amigo de mamá, un juez, presidió la boda. Tenía un papá. Todo iba a andar bien ahora. No sabía, por ser un chico de once años, cuán profundamente iba a cambiar mi vida a partir de ese momento.
Soltero hasta entonces, mi nuevo papá tenía una experiencia muy limitada con los chicos. No tuvo ocasión de aprender su nueva función de manera natural, paso a paso, como por lo general lo hacen los padres. Nunca había tenido en brazos a un bebé suyo, compartido el placer de sus primeros pasos, ni se había turnado para darle de comer, vestirlo, cambiarle los pañales o cualquiera de las incontables tareas que implica la paternidad.
De pronto se vio precipitado en el papel de padre y se remitió a lo que sabía. Su experiencia con los chicos se limitaba a arrestar a algunos. Sus recuerdos de la paternidad eran los métodos de principios de siglo de su propia madre. Suponía que podía sentarse a la cabecera de la mesa y dar órdenes que los niños complacientes obedecerían al instante. Por desgracia para él, mi madre nos educó para ser más independientes, participar más en las discusiones de la cena. Nos alentaba a tener opiniones. Nos enseñó a hablar así como a escuchar. No nos enseñó a ser maleducados o groseros, pero tendíamos a ser cuestionadores.
Para complicarlo todo, estaba el comienzo de la pubertad. Frank McCarty, con su necesidad de controlarlo todo, de saberlo todo, de ser el líder, se convirtió en padre en el mismo momento en que yo me estaba convirtiendo en un adolescente y me hallaba enfrascado en la búsqueda de la independencia y la autoridad propia de la adolescencia. Me sentía tan atraído por él, que casi al instante lo amé. Sin embargo, al mismo tiempo estaba enojado con él casi todo el tiempo. Se interponía en mi camino. No era fácil de manipular. Mi hermano y yo podíamos manipular perfectamente a mamá. Frank era inmune a nuestros trucos.
Así comenzaron ocho años de puro infierno para mí y para mi nuevo papá. Anunciaba reglas y yo trataba de transgredirlas. Me enviaba a mi habitación por mi grosería o mis actitudes. Yo me quejaba amargamente a mi madre por sus prácticas dictatoriales. Ella se esforzaba por ser la pacificadora, pero no lo lograba.
Debo admitir que hubo muchas ocasiones en mi vida, entre los trece y los veinte años, en que quedé sumido en un estado de rabia y frustración ante algún desaire percibido por mi padre. Por apasionados que fueran esos años, estuvieron puntualizados por grandes momentos con él. Ir todas las semanas a comprar flores en su compañía para «sorprender a mamá», como decía. Ir a un partido. Sentarme en el auto con él, a altas horas de la noche, vigilando una casa. Me llevaba de vigilancia cuando se convirtió en detective privado en Nueva York, si el caso era un fraude de seguros o algo no violento por el estilo. Nos sentábamos en el auto a oscuras, tomando café, y me hablaba de «el trabajo», como llamaba a su carrera. Me sentía tan especial, tan querido, tan incluido en esos momentos. Era exactamente lo que había fantaseado. Un padre que me amara, que hiciera cosas conmigo.
Recuerdo muchas, muchas noches sentado frente a Frank en una otomana y él haciéndome masajes en la espalda mientras mirábamos televisión juntos. Me daba grandes abrazos. No tenía miedo de decir: «Te quiero». Yo encontraba admirable la ternura que ese tipo recio era capaz de expresar. Sin embargo, podía pasar de esos momentos íntimos a gritar con la cara roja y destilando rabia si yo hacía o decía algo que parecía grosero. Su temperamento era un fenómeno natural parecido a un tornado. Era algo aterrador y resultaba todavía peor ser el blanco de él.
En el colegio secundario, los momentos de rabia aumentaron y mi intimidad con él se redujo. Cuando ingresé en la universidad, nos habíamos apartado en lo fundamental. Me ganaba mucho millaje en términos de simpatía de mis amigos si hablaba mal de él cuando conversaba con ellos. Contaba anécdotas de su última atrocidad y sumidos en la adolescencia como estábamos, murmuraban con simpatía cuánto teníamos que soportar de nuestros padres.
Era mi último año en la facultad. No sé si hubo algún acontecimiento que lo precipitó, además de que yo cumpliera un año más y avanzara en el camino de la madurez, pero empecé a repensar mi relación con él.
Me dije: «Tenemos a un tipo que se enamora de mi madre y se encuentra con dos adolescentes como el precio que debe pagar para casarse con ella. No se enamoró de sus chicos; sólo de mi madre. Pero vinimos con el paquete. Y mira lo que hace: no se limita a vincularse con ella e ignorarnos a nosotros. No, se esfuerza al máximo por ser un padre verdadero para mí. Arriesga la relación todo el tiempo. Trató de enseñarme un conjunto de valores. Me hizo hacer los deberes. Me llevó a la sala de emergencias a las dos de la mañana. Me pagó la educación sin pestañear. Me enseñó a hacerme el nudo de la corbata. Hizo todas las cosas propias de un padre sin esperar nada a cambio. Eso es realmente algo. Supongo que soy un chico con suerte por haberlo tenido en mi vida.»
Sabía que papá venía de una vieja familia irlandesa de Nueva Inglaterra. Nunca fueron famosos, poderosos o ricos, pero habían estado aquí largo tiempo. Se sentía triste por ser el último en llevar el apellido. «Se acabará conmigo», solía decir. Su hermano había muerto sin hijos y sus hermanas al haberse casado y adoptado el apellido de sus maridos tampoco lo llevarían. Mi hermano y yo todavía llevábamos el apellido de nuestro padre biológico, el hombre que me engendró pero que no se quedó para hacer el resto del trabajo. La idea de que el hombre que era mi verdadero padre, según yo entendía esa palabra, no fuera celebrado con un hijo que llevara su apellido, me molestaba.
Las ideas se nos ocurren y de a poco cristalizan en conductas. La idea se volvió cada vez más fuerte. Mis pensamientos se vieron progresivamente invadidos por esa idea. Por último, la acción fue inevitable. Fui a un abogado y luego a un tribunal. En secreto hice que me cambiaran el apellido por McCarty. No se lo dije a nadie. Esperé tres meses hasta el cumpleaños de mi padre, en octubre.
Abrió la tarjeta de cumpleaños con movimientos lentos. Por lo general cuando le daba una tarjeta, iba unida a una caja con su regalo. Esta vez no había caja, sólo el sobre. Sacó la tarjeta y, con ella, un certificado del tribunal. Escribí en la tarjeta: «Ninguna tienda vende verdaderos regalos para padre e hijo. Me diste raíces; te doy las ramas.»
Fue una de las dos o tres veces que vi llorar a mi papá. Las lágrimas llegaron incontenibles a sus ojos. Sonrió y sacudió la cabeza y suspiró. Entonces se puso de pie y me dio uno de sus famosos abrazos de oso.
- Gracias, muchacho, gracias. No sé qué decir. Gracias.
Mi madre también estaba estupefacta. Y muy feliz por los dos. La guerra había terminado, yo había llevado el armisticio dentro de una tarjeta de cumpleaños.
Hanoch McCarty