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Que veinte años no es nada


El día que cumplí los cincuenta, me tomé un tiempo. Sí, me cité para una conversación a dos en la que nada quedaría sin repasar.

El escenario era una noche invernal poco después del mediodía (paradoja escandinava), en la que la nieve rechazaba derretirse y el frío inundaba con ráfagas de miedo ese palco lleno de años y de cuentas pendientes que desde una esquina de Suecia en una esquina de mi vida exigían un proyecto de futuro que no fuera un mero dejar que los años se evaporaran sin siquiera tocarlos, sin apenas herirlos, sin simplemente gastarlos.

Mirando hacia atrás vi que desde ese ayer me miraban de reojo pedazos de mí de todos los colores con todas sus verdades y mentiras, con todas sus respuestas y fracasos, y en un gesto nacido de la experiencia los hipnoticé, y en un abrir y cerrar de ojos los agregué a la cuenta de mi vida, mientras optaba por decidirme de una vez por todas a tapizar el camino de los años que me esperan a la vuelta de los días, con preguntas que me indiquen el camino, con acciones que demuestren que respiro, con deseos que alimenten el sentido de mi vida.

No sé si fueron horas. No sé qué fueron. Ni sé si fueron, pero sé que quedaron resumidas en no muchas palabras las pocas consignas que a partir de entonces mantienen mi equilibrio y fortaleza mientras bajo por el tobogán de la maravillosa tercera edad.

1. Si debo elegir entre callar o gritar, grito, porque callar es renunciar.

2. Cuando debo optar entre la charla amena y el debate ardiente, elijo el segundo, porque renunciar a confrontar ideas es optar por el silencio, y el silencio es un mal consejero cuando se tiene cierta edad.

3. En el caso de tener que mentir para que me acepten, pues que no me acepten, porque fingir después de los cincuenta es robarle sentido a la vida. Más vale que no me quieran por lo que soy que tener que inventar a quien no soy para que me quieran.

4. Si sabiendo tengo que declarar que no sé para que quien no sabe piense que sabe más que yo, o decir lo que sé aunque los que escuchan piensen que no sé lo que digo, elijo lo segundo, porque prefiero que me odien por lo que sé y no que me quieran por mi ignorancia.

5. Si los que me escuchan no saben la diferencia entre el debate y la convivencia, entre la pelea y el consenso, transformando adversarios de un momento en enemigos definitivos, no me queda más remedio que seguir pagando el precio de ser como soy, porque si dejara de serlo traicionaría a todos los años que me condujeron hasta el presente.

6. En otras palabras, de esa charla entre mí y yo nació la persona que soy hoy. Mayor, pero joven. Adulto, pero adolescente. Peleador, pero caballero. Son esas las armas para luchar contra el peor enemigo de los muchos años, la vejez.

Es por todo esto y más que siempre que puedo me dejo llevar por el joven que me habita, porque la edad podrá afectar al cuerpo, pero no al niño que soy, y permitir que los años amordacen y oxiden a ese infante rebelde es caer en la emboscada que la vejez le tiende a todos los que dejan de tener esperanza en el mañana y se rinden a los achaques que los años les regalan.

De lo que no me cabe la menor duda es de que moriré muy joven, aunque el cuerpo sea muy, pero requete muy viejo.

¡Ojalá tú también!

Bruno Kampel