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Desde el alma


Cuando la tragedia es un motivo para aprender en la vida y valorar todo lo que tenemos.

Ayer, cuando me enteré de la noticia del accidente del bus escolar, mi corazón se partió. No hallaba la forma de llegar lo más rápido posible a mi casa para abrazar a esos hijos míos que cada noche esperan mi llegada.

Apenas Daniel me abrió la puerta, me abalancé a abrazarlo, a besarlo y a decirle cuánto, pero cuánto lo amaba. Él me miró con su carita triste y me dijo: «Mami, no gané».

Había jugado un partido de microfútbol y a sus tres años, el no haber podido siquiera darle una patada a la pelota, le representó una pérdida. Me sonreí y le dije que eso no era perder, que eso era vivir. Y pensé entonces en quienes esa tarde habían perdido hasta el motivo para seguir viviendo, quienes perdieron quizás, lo único que les quedaba en la vida.

Me solidarizo profundamente, como mujer y mamá, con todas las mamás que ayer perdieron a sus hijos. Me puse en su piel y me pregunté ¿cuántas de ellas no los besaron esa mañana, cuántas otras ni siquiera se levantaron a despedirlos, ¿cuántas los regañaron por no bañarse o vestirse con prontitud y ¿cuántas más los sermonearon por no llevar las tareas completas o los zapatos sin embolar? Lo que pasó ayer a esas madres y padres de esa veintena de niños inocentes, es una enseñanza para miles de padres que estamos perdidos, inconscientes de lo que significa la vida; la vida plena, la vida que merece ser vivida, una vida de amor, de familia, de armonía, de respeto, de aceptación, de abrazos, de besos, de palabras dulces y cariñosas para todos a quienes amamos.

Esos hijos nuestros, son prestados. ¿Qué tal si nos proponemos darles más amor y menos cosas materiales? ¿Qué tal si en vez de llegar en la noche a casa a revisar cuadernos y dar regaños por el desorden, los tomamos en nuestros brazos y compartimos lo que hicimos en el día de hoy? ¿Qué tal si aceptamos a nuestros hijos como son sin pretender cambiarlos? ¿Qué tal si en vez de cantaleta les hablamos con dulzura? ¿Qué tal si todas las noches nos quedamos a su lado, acariciando sus manitos y su carita hasta que se duerman? ¿Qué tal si pensamos menos en las calificaciones y más en que el aprender sea realmente una aventura fascinante? ¿Qué tal si nos da igual el 5 o el 1, el sobresaliente o el insuficiente, porque lo que hay en el corazón y en el alma de cada hijo, no tiene nota, no tiene precio? ¿Qué tal si aprendemos de una vez por todas a disfrutar a nuestros hijos con el poco o mucho tiempo que nos quede? ¿Qué tal si nos decidimos a amar a esos seres pequeñitos que la vida nos prestó y que nunca sabemos hasta cuándo? ¿Qué tal si nos preocupamos menos por su rendimiento académico y más por sus sentimientos, por reforzar amorosamente el sentido de familia, la tolerancia, el respeto, la aceptación hacia los otros?

No me importa ni me importará nunca más si Daniel es el mejor o el peor de su clase, si tiene buena o mala motricidad fina y gruesa, si pronuncia bien o no se le entiende nada. Conozco su corazón bondadoso, su ternura, su nobleza; sé cuánto ama a su hermana, y a sus papás. Sé que es un niño alegre, hermoso, feliz, y yo lo amo como es.

Amo a Lina, en su cuerpo de mujer y su alma de niña; no será la mejor estudiante, ni la más ordenada, pero tiene un alma transparente, generosa y noble, una solidaridad por el dolor de otros, una vocación de servicio a su país, y eso, eso vale más que cualquier cosa. No importa cuán grande sea, la abrazaré y la besaré como si fuera aún ese bebé que un día llegó a mi vida, a transformarlo todo, a cambiar mi vida.

Esta mañana, cuando despedí a Daniel y a Lina para que se fueran a estudiar, los puse en manos de Dios. Y me dije en silencio: si es la última vez que los veo es el último mejor día de nuestras vidas. Gracias, Dios, por permitirme aprender del dolor de otros.

Son las 12 del día y ansío llegar a mi casa esta noche, para volver a verlos, acariciarlos, jugar, conversar, comer juntos, darles mi amor y recibir toda su ternura y cariño. Y si la casa está al revés, los juguetes tirados, las tareas sin hacer, sólo sonreiré, pasaré con cuidado por encima del desorden y me abalanzaré a abrazarlos antes de empezar a recoger. Para eso, Dios me regaló a mis hijos.

Alicia Llorente