El árbol de los cerezos
Dentro de la oscuridad de la noche sale Cristina. Sus primeros pasos se empiezan a sentir entre la pequeña naturaleza del Colegio de las hermanas de la Providencia. Camina despacio y su respiración es tensa, mientras recorre cada rincón de su corto pasado.
Primero atraviesa los largos puentes de cemento viejo que conducen hacia el pabellón de la primaria, y luego hacia al pabellón gris de la secundaria donde ella falleció. Pasa la plazoleta de cuadros rojos y amarillos pisando las cerezas venenosas que han caído en el día, y luego se aproxima bajo el árbol donde nacen esas frutas dulces y prohibidas, donde ella siempre se sentaba en la hora de descanso, y comía las que estaban en perfecto estado, diferenciando las más rojas como las mortíferas y las más oscuras, como las sanas. Ese era su lugar favorito del colegio cuando estaba viva, y ahora de muerta, también lo seguía visitando en las noches de su mismo recorrido.
Sus ojos encendidos y sin pestañear, perciben el encanto de estar vivo con nostalgia y rencor. Viste el uniforme de rayas blancas y verdes con el que muchas veces izó la bandera y con el que también fue enterrada. Entra al grado décimo, ahí finalizan sus pasos, cuando se sienta en la silla en que murió. Un grito fuerte y algo macabro sale de su espíritu perdido en las sombras, y luego, ella desaparece en la nada. Las hermanas de la Providencia ya están acostumbradas a escucharlo desde hace cinco años, y no se sorprenden, ni mucho menos intentan ir a ver quién lo emite, pues ya saben que es ella.
Cristina murió a plena luz del día y en plena clase de religión, cuando la hermana Leticia que dictaba la cátedra, discutía con una de las alumnas sobre la vida de Jesús a partir de los 12 y hasta los 33 años. La joven decía que no se sabía nada sobre ese tiempo misterioso del Señor, y que la gente especulaba diciendo que había tenido una vida normal en la que se incluían todos los placeres terrenales de los hombres, mientras la hermana Leticia enfurecida omitía esa versión con preceptos morales de fe y cristianismo.
Fue entonces cuando Cristina sintió esa presencia oscura y maligna que entró al salón de clases. Ella fue la única que lo percibió. Vio cómo caminaba por cada uno de los puestos de las estudiantes, cerca de la hermana Leticia. Nadie se inmutó, hasta que finalmente llegó a ella y se le acercó lentamente a su rostro. Fue en ese momento cuando el miedo la invadió por completo y se perdió en un grito descomunal. Murió instantáneamente, su boca quedó abierta, sus ojos llenos de horror, y sus manos en posición de defensa. El colegio entró en pánico total. El grito fue tan fuerte, que todas las alumnas corrían desesperadas para ver lo que había pasado. La hermana Leticia se acercó a Cristina para ver si aún tenía signos vitales, pero su rostro morado y frío demostró lo contrario.
Después que las cosas se calmaron, las hermanas trabajaron por horas para sacar a Cristina de su pupitre, porque parecía atada a él, como si una fuerza extraña no dejara rescatarla, pero finalmente lo lograron. La enterraron en el patio más lejano de la escuela, para así evitarse líos judiciales, porque al descubrir las causas de su muerte, las monjas temieron verse involucradas.
Cuando Cristina estaba muriendo, vio al mismo diablo. Era un animal en forma de ángel, pues llevaba alas, aunque con figura y ojos de humano. Él la llevó al otro lado de la muerte, luego de haber gritado hasta el último miedo escondido en su cuerpo, y ahora su espíritu estaba trasladado a otra dimensión.
Arriba del colegio estaba situado el conjunto de nubes que le correspondía a Cristina, ya que ése era el lugar en el que había muerto. Desde allá observaba a todos; a las hermanas envejeciendo, a sus amigas y compañeras de curso marchándose para no volver más, y a su árbol de cerezas pudriéndose.
En el primer estado de su muerte todo era confuso, oscuro y solitario. En los atardeceres, Cristina se asomaba desde las nubes para ver si alguien la veía, pero nadie en el colegio se interesaba por mirar; ni siquiera las hermanas disfrutaban el sol o el cielo azul creados por el Dios en que tanto creían. El único que la observaba desde abajo era el diablo, que deambulaba por la escuela sin que tampoco lo vieran, su mirada era mustia y suplicante, y desde arriba llegaba a verse como un ser tierno y desolado. Ya Cristina no le temía. Todo a su alrededor era oscuro y lejano, la tierra se distinguía como un diminuto punto azul, y su única compañía eran las rocas estrelladas y luminosas, que cuando le hablaban, formaban sus labios duros y resecos, recordándole que pronto finalizaría ese largo trance de soledad y angustia que sólo sienten quienes caen en el infierno.
El día que finalmente Cristina llegó a donde llegan todos los seres humanos que mueren, la misma estrella en la que estaba se estremeció tan fuerte, que la joven terminó cayendo al vacío sin fondo y emitiendo el mismo grito descomunal que cuando murió. Al abrir sus ojos todo estaba oscuro. No había ni una sola luz, pero pronto sintió la madera húmeda del ataúd, y entendió entonces, sin asustarse, que estaba soñando morir, y que su alma aturdida por fin tendría un camino. Sabía que aún estaba muerta y enterrada en el patio trasero del colegio, y que su espíritu se prepararía otra noche para salir a deambular por los rincones de ese lugar inacabable, por la plazoleta desmanchada, los puentes transformados, su árbol de cerezos que pronto sería derrumbado, y el susurro constante de las almas recientes que no tienen un futuro.
Y mientras se levantaba de la tumba y daba sus primeros pasos, se arrepentía nuevamente de haber acabado con su vida y de haberse suicidado durante la clase de religión al comerse las cerezas mortales, pensando que la muerte la sacaría de sus pequeños conflictos existenciales, pero ahora sabía que el problema en que se encontraba era mucho más grande. Recordaba cómo se ahogaba mientras se llenaba de veneno dulce, y cómo vio esa figura diabólica que se la llevó al lado oscuro y la convirtió en una ánima sin solución, cuyo único destino sería pasearse por el colegio de las hermanas de la Providencia todo el resto de su muerte.