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Un día miré mis manos


Me preguntas por qué escribo. Ésa es una buena pregunta. A menudo solemos hacer las cosas movidos por un impulso no buscado ni reflexionado. Vamos de aquí para allá, casi siempre con prisa, decidiendo qué debemos decidir al minuto siguiente, confiando en nuestro instinto y en la costumbre de hacer las cosas que hacemos. Y con cada acto, con cada decisión tomada, nuestras vidas se van llenando, van recorriendo un camino sinuoso lleno de claroscuros. Pero no solemos pensar demasiado en ello. Sentimos, nos alegramos y nos entristecemos, y buscamos explicaciones a lo que acontece casi siempre fiando la felicidad futura a un nuevo acontecimiento que llegará algún día.

Creo que raramente nos paramos a pensar en las razones que nos impulsan a ser como somos, a actuar como lo hacemos. Me refiero a las razones de verdad, a las que están en el fondo de nuestros corazones, a las que algún día de inocencia infantil nos impulsaron a desear ser el mejor bombero del mundo, o el astronauta que surcará el espacio infinito en busca de lo desconocido.

Me preguntas por qué escribo. Verás, siempre he querido escribir, contar historias, juntar palabras que en mi cabeza están, pero hasta hace muy poco tiempo no lo hacía. Sencillamente no tenía tiempo para pensar en ello, o más bien, el tiempo que tenía lo empleaba en desear la felicidad que el futuro me habría de deparar. Pero todo cambió una tarde, una de esas tardes de cielo cubierto cuyas nubes reflejan de mil maneras el sol que se esconde tras ellas. Esa tarde miré mis manos.

Ahí estaban, más bien grandes, con los dedos largos y algún que otro recuerdo de batallas infantiles no ganadas. No sé por qué me dio por imaginar cómo serían mis manos dentro de veinte años. Y las imaginé similares pero más huesudas, con el músculo de ahora reducido por el paso del tiempo, y con esas manchas en la piel que denotan cuánto camino has recorrido.

Si la fortuna me depara una vida larga y plena, y una vejez completa, todas estas palabras que ahora voy juntando con poca destreza conformarán quizá el hermoso libro de la vida del abuelo, y tal vez frente al fuego de la chimenea en una tarde de invierno, rodeado de un montón de vidas jóvenes llenas de ilusiones y deseosas de aventura, recordaré lo que un día sucedió con aquel joven y vigoroso capitán de un barco velero, que surcó el océano del tiempo amando profundamente la vida y persiguiendo un sueño.

Y entonces empezaré a escribir: «Había una vez...».