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Conversar


Generalmente hablamos mucho. ¡Pero qué pocos saben conversar! A veces ese intercambio, esa amistosa comunicación, resulta fatigosa, frívola, sin esencia, hipócrita y hasta irritante. En algunos casos faltan hasta la caridad cristiana y el amor al prójimo. ¡Qué lejos está eso de llenarnos el corazón y enseñarnos ese renovado florecer de conversar a profundidad, mostrando las heridas, dejando correr las lágrimas y quedando al descubierto todo ese mundo interior que nos sacude!

La conversación es como un don mullido por las palabras íntimas, sinceras. Un golpe de llamada es suficiente para darnos cuenta de que en el corazón amigo hay una lámpara encendida para mí.

A veces está en nosotros la causa de nuestros males, y la conversación es ese tronco fuerte que entreteje palabras para llevarnos de las sombras a la luz. Cuando se nos rompen las razones y se nos acaban las fuerzas, es el momento de conversar, de abrir ese cofre inestimable de la amistad que siempre guarda algo que pueda servirnos: paz, equilibrio, suavidad, amor.

Conversar a gusto es rebosar de consuelo una copa que no tiene precio. La conversación es como un escudo que desvía las flechas de la confusión y de la amargura. Conversar es deshacer a veces las cosas que nos oprimen, como se deshace la espuma con el mar. Las penas se desmenuzan, como si la conversación fuera un ungüento mágico para calmarlas.

Cuando se sabe conversar no hay palabras huecas, todas parecen rocío sobre la corteza de la vida, abrasada por el sol o sacudida por las tempestades sentimentales. La conversación tranquiliza, nivela, refresca, orienta, ayuda.

Después de una conversación íntima, sabrosa, parece que hemos retoñado. Y sólo después de retoñar podemos esperar las flores y los frutos.

Conversa hondo, tierno, tranquilo, relajante, lúcido, sensato, comprensible. Sin olvidar la indulgencia y la justa medida. Conversa vaciando lo mejor que tienes para dar. Conversa tocando las fibras más sensibles y más sabias para que otros se valgan de ellas y las utilicen para su bien.

Recostarse en huerto amigo, es conversar. Allí hay un consuelo y una quietud que sólo encontramos en la oración y en las cosas empapadas de la gracia de Dios.

Conversar es poner a espigar dos granos que se confunden y se identifican en copa y raíz. Los labios que ponen amor al conversar, tienen una canción muy alta que enciende la vida, y otra muy secreta, que se nos queda dentro.

Entre tanto tumulto, ruidos y carreras se olvida uno al conversar de sacar esas ideas que sirven para echar raíces, y esas raíces que sirven para sostener la amistad sin medir los años.

La vida moderna ha eliminado el espacio para conversar. Y ha empezado a llamar superfluo a ese tiempo en que cada persona da su mensaje, su palabra tibia, abre sus alforjas y enciende su luz. Con la vida moderna nos hemos acostumbrado a mirar «por fuera», atendiendo sólo al fichero numerado de trabajos, lugares, cosas. Y olvidando que también por dentro hay un espacio inmenso que llenar. Y que en ese espacio tenemos obligación de colgar mariposas, sueños, milagros, fe.

Tenemos obligación de conversar con palabras que sean llaves para ver de qué agoniza el hombre detrás de cada puerta. Y de qué enfermedad padece que lo está haciendo morir poquito a poco, todos los días.

Conversa tu verdad, y a veces te parecerá que has rezado.

Conversa para que la vida de los demás palpite con tu vida.