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Noche de plenilunio


Las sarmentosas manos del abuelo
tejen una caricia de ochenta años
sobre los rubios bucles de su nieto.
Borrachera de paz y de alegría.
Ambos miran al cielo:
el pequeño jugando con estrellas,
y el anciano jugando con misterios.
De pronto, levemente,
como el roce de un ala sobre el viento,
una voz infantil le hace cosquillas
al solemne silencio:
«Cuéntame un cuento, abuelo;
o mejor, una historia,
una de ésas que tú llamas recuerdo;
una historia de amor
con imposibles,
con flores
y con versos.
No me digas que no.
Cuéntame, abuelo...
¿Qué cosa es una madre?
¿Qué es un beso?
¿Y a qué llaman recuerdo?»
Las sarmentosas manos del anciano
aquietaron su vuelo.
El corazón aceleró su ritmo,
la sangre subió incendios al cerebro,
y aquella noche azul de plenilunio
cuajada de asteroides y luceros,
a una infantil pregunta de diez años,
temblaron los ochenta del abuelo.
Mas era necesaria una respuesta,
en sus rodillas la exigía el nieto,
esa pequeña humanidad curiosa
que por contar luciérnagas del cielo,
dejó los claros ojos tan abiertos,
que el mismo sueño se escapó por ellos.
Era una vez...
No sé ya cuántos años...
-con voz cansada comenzó el abuelo.-
Era una noche así como esta noche:
ronda de luna en torno de los sueños,
arriba un surtidor hecho de estrellas,
abajo un carrusel de limoneros;
y dejando volar la fantasía
sin medida y sin freno,
yo jugaba a lanzar constelaciones
con la soga sutil del pensamiento.
Era una noche quieta y silenciosa,
la calma se abría en círculos concéntricos,
sufrían de mudez todas las flores,
y de aguda «parálisis» el viento.
Era tanto el sosiego de aquella noche,
tan estático estaba el universo,
que pensé que los seres y las cosas
sólo eran variedades del silencio.
Yo miraba hacia el cielo como ahora,
pero un distinto empeño
me incitaba a efectuar triangulaciones
con vértices brillantes de luceros.
No medía la altura con el alma,
la quería medir con el cerebro.
Barajaba teorías de Aristóteles,
después de Ptolomeo,
me sentía girando en el espacio
según el pensamiento de Copérnico.
Calculaba las áreas barridas
por las leyes de Brahe y de Kepler.
Y en eterno zumbido de colmena,
me parecía que en el firmamento,
obedeciendo a la atracción de Newton,
revoloteaba todo el universo.
Y pensaba, buscando elongaciones,
trazando elipses,
calculando excéntricas,
si no eran más felices los salvajes,
aquella tribu Tonga, por ejemplo,
que creía que el sol tan sólo era
un reflejo de mar que iba ascendiendo.
Esa noche, pequeño, meditaba.
Pero, de pronto, el viento
se rompió con el ruido de unos pasos
que venían del huerto,
y tu futura madre, de veinte años,
saltó sobre los bordes del silencio.
Era así como tú: ojos azules
como dos lagos bajo un mismo cielo.
El meridiano del clavel cruzaba
por sus labios pequeños,
y la luna y el sol
tenían que ver con sus cabellos.
Fue una tarde de mayo,
el surco estaba
rendido de silencio,
y casi se escuchaba en la semilla
la gestación a un paso del misterio.
Se sentó en mis rodillas,
crucificó mi vida con sus besos.
Me miró muchas veces,
y con voz dulce como los ciruelos,
«padre», -me dijo-,
«alguien me pisa el corazón por dentro.
Ya le siento en mí, padre,
jugando a solas con mi sufrimiento.
Ya sé que ha de venir,
oigo su risa
galopando en el tiempo.
Ha de tener los ojos tan azules
como las tardes en el mes de enero.
No importa, padre, que me duela el alma,
que se rompa mi llanto en mil espejos,
que por mirar el sol sobre el paisaje
ignore mi cruel desgarramiento.
Para que no le hieran las espinas,
yo sabré ser un copo de silencio.
Nunca le cuentes que lloré en su ausencia
para que no comparta mi tormento.
Dile que fui feliz, que el esperarle
fue tan sencillo como un bello cuento.
Si le has de hablar de mí,
nunca le empañes con el llanto el recuerdo.
Dile que fue mi juventud más bella
al presentir su aliento.
No le cuentes mis horas de fatiga,
que él no tiene la culpa de mi anhelo».
Durante nueve meses vi en sus ojos
tus ojos, mi pequeño.
Contemplaba sus trenzas y veía
los bucles de mi nieto.
Tu futuro venía por su angustia
con gajos de silencio.
Y llegaste por fin.
Mediaba enero,
la misma fecha en que tu madre entraba
en la juguetería de los cielos,
para decirle a Dios que te mandara
el trompo de un lucero.
Por pintar el azul de tus pupilas,
ella cerró las suyas sin recelo.
Para que tú gritaras
amordazó su aliento,
y para que tu risa fuera roja,
sufrió en la suya la palidez del hielo.
Ella era buena y se durmió soñando
que el fruto de su angustia sería bueno.
Pero duérmete ya.
La noche avanza.
No le hagas más preguntas al abuelo.
Un día crecerás, y la existencia
te contará con sangre muchos cuentos.
Entonces, con el alma lacerada,
en carne viva aprenderás, pequeño,
¡qué cosa es una madre!
¡qué es un beso!
¡y a qué llaman recuerdo!
Las sarmentosas manos del anciano
reanudaron su vuelo.
El corazón normalizó su ritmo.
La sangre apagó incendios del cerebro,
y aquella noche azul de plenilunio,
cuajada de asteroides y luceros,
entre sonrisas se durmió el infante,
y entre sollozos se durmió el abuelo...