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No me metan en el medio


Un quiebre conyugal sin duda cambia el pulso de la vida familiar. Cuando se tropieza con el límite, nada queda en su lugar. Atravesar ese tránsito supone un trabajoso proceso de duelo. Aceptar una ruptura, intentar comprenderla y digerirla es un esfuerzo que se toma sus tiempos.

Pero los efectos emocionales de una separación parental en los hijos varían significativamente en virtud de la madurez y la dignidad con que se la encare. En definitiva, somos lo que hacemos con aquello que nos ocurre. Ninguna pareja se saltea la pregunta por el impacto que genera una ruptura matrimonial en la familia. Desear evitar el sufrimiento de los hijos es, sin duda, una razón válida pero insuficiente para mantener unida a una pareja que está en una crisis irreversible. Tampoco está al alcance de los hijos -a ninguna edad- evitar una ruptura matrimonial cuando no están dadas las condiciones para seguir adelante juntos.

Dar vuelta la página y dejar atrás una historia de convivencia requiere de los padres mucha tolerancia, respeto y disponibilidad para que las transformaciones no destruyan aquellos lazos que necesitan ser cuidados. Porque los hijos no se divorcian de nadie. Lo que pierden con una separación es la pareja de los padres unidos. La familia, aun sin funcionar en un contexto unificado, no queda destituida como tal, aunque bien sabemos que los lazos con abuelos, tíos, cuñados, también tiemblan con las separaciones de la pareja.

Siempre me resultó chocante la expresión familia política para aludir a la familia del propio cónyuge. Tardé mucho en entender que tan antipática denominación tenía en las internas familiares un asidero tan contundente. Los vínculos afectivos, aun siendo entrañablemente cercanos, también están regulados por las relaciones de poder que maneja la pareja disuelta.

De toda la conmoción que produce un divorcio parental, aquello que hiere y vulnera a los hijos es la intolerancia posterior entre sus padres. Cuando el resentimiento pendiente no puede ser contenido y procesado adecuadamente, el panorama se complica sensiblemente.

Ecos tóxicos de viejas peleas parentales contaminan el vínculo con los hijos, a quienes veladamente se los advierte que ya entenderán lo sucedido cuando crezcan. Como si la ruptura de un vínculo tuviera un único responsable. La insistencia corrosiva de esta idea esconde la fantasía de que algún día una verdad única e incuestionable será develada. Y mientras tanto la tensión alcanza niveles insoportables.

Tener que escuchar, presenciar o participar en escenas de descalificación agresiva de quien es y será siempre su padre o su madre, violenta, humilla y lastima a los hijos. «No me metan en el medio más de lo que ya estoy», imploran sobre todo en la adolescencia.

Aun en una dinámica tan compleja, hay aprendizajes que también vale destacar. A partir de la ruptura de la pareja, los chicos buscan nutrir la complicidad de la trama fraterna. Se ayudan a cuidarse para no quedar involucrados más de lo necesario en aquello que los excede. Y eso los fortalece. Aprenden también a conocer a cada uno de los padres en su singularidad intentando con el tiempo aprovechar lo más rescatable de cada vínculo, es decir, tomando lo mejor de cada uno de sus padres. Los hijos, en general, también suelen ser permeables y receptivos a nuevas parejas, sobre todo cuando asientan sobre el respeto y el cuidado de los lugares de filiación que un divorcio no borra.

Los golpes en la vida también enseñan. En primer lugar a lidiar con la frustración. Es frente a la dificultad que uno pone a prueba recursos para sobreponerse al dolor que a priori ni imaginaba tener. Eso da algo de confianza y de seguridad, aunque sea a costa de sufrimiento. Transitar por situaciones difíciles ayuda, además, a relativizar y a dimensionar mejor aquello que nos problematiza.

Susi Mauer