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La maestra


Tan buena como mi vieja,
y como ella, nerviosa,
de las que agrandan las cosas
y que por nada se quejan.
Tenía entre ceja y ceja
esa cuestión del aseo,
y en lo mejor del recreo
revisaba las orejas.

Decía que un pajarito
al oído le nombraba
los niños que conversaban
cuando salía un ratito.
Y si un grandote de quinto
armaba la tremolina,
parecía una gallina
cuando tiene los pollitos.

Nos tomaba la lección
siguiendo el orden de lista,
y obligaba con la vista
a seguir con atención.
Yo era medio remolón,
porque andaba por la «G»,
y cien veces me chasquié
al preguntar de a traición.

Se pasaba todo el día
prometiendo malas notas,
y que en vez de la pelota
estudiaran geometría.
Era mujer... ¡que sabía
de un golazo de boleo...!
Por eso es que en el recreo
los muchachos se reían...

Pero un vez se enfermó,
y mandaron la suplente,
que enseñaba diferente,
y hasta un día de «usted» nos trató.
Y nosotros... ¡qué sé yo!
sería mejor maestra,
pero fieles a la nuestra,
declaramos el boicot.

Y cuando vino al grado,
después de la enfermedad,
nos pusimos a gritar
que casi la desmayamos.
Y cuando vio tantas manos
que la querían tocar,
de floja se echó a llorar,
y nosotros la imitamos.

¡Ah! ¡Pobre maestra mía!
¡Cómo estarás de vieja!
Revísame las orejas,
soy un chico todavía.
No sabes con qué alegría
quisiera volverte a ver:
no me vas a conocer,
pero entonces te diría:

Yo ocupaba el tercer banco
al lado de la ventana,
el que abría las persianas
cuando el sol no daba tanto,
el que se ahogaba de llanto
el día que te dejó,
y que nunca te olvidó,
y es por eso que te canto.

Vos sos la dulce canción
de la edad que ya se fue,
hoy he venido otra vez
para darte la lección:
pregúntame de a traición,
maestra del cuarto grado,
que cuanto me has enseñado
lo llevo en el corazón...

Héctor Gagliardi