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El regalo de Nickerl


Fue por una idea muy deseada que me decidí a ponerla en práctica aquella noche, antes de que mi madre llegase a la cocina para preparar la cena navideña.

Yo oí hablar mucho respecto de la celebración de la Navidad en las ciudades; se debía colocar sobre la mesa un pinito, un verdadero arbolito del bosque; colocarle velitas en sus ramas y encenderlas; y depositar abajo presentes para los niños, aclarándoles que había sido el Niño Jesús que los había traído.

Entonces pensé en montar un Árbol de Cristo para mi pequeño hermanito Nickerl, pero todo en secreto (esto era parte del procedimiento).

Después de haber aclarado el día, salí al medio de la nieve helada. Esto me protegió de la mirada de las personas que trabajaban alrededor de la casa. Luego se hizo de noche y los criados estaban aún ocupados en los establos o en los cuartos de la casa donde, según la costumbre de la Noche Santa, se lavaban la cabeza y se vestían con trajes de fiesta.

En la cocina, mi madre hacía los sueños (dulces) para el día de Navidad, y mi padre, con el pequeño Nickerl, recorría la propiedad para bendecirla, llevando para eso un recipiente con carbones incandescentes sobre los cuales esparcía el incienso... mientras rezaba en silencio.

Mientras la gente se ocupaba en sus tareas allá afuera, yo preparaba en la sala grande el árbol de Cristo.

Saqué el arbolito de entre la leña y lo coloqué sobre la mesa. Después corté de un trozo de cera diez o doce velitas y las coloqué sobre las pequeñas ramas. Abajo, a los pies del arbolito, deposité un pan dulce. Oí entonces pasos lentos y suaves en la parte superior de la casa, eran mi padre y mi hermanito que ya bendecían el ático y pronto llegarían al salón. Encendí las velitas y me escondí detrás del horno; la puerta se abrió y ellos entraron con su recipiente de incienso. Quedaron detenidos:
-¿Qué es esto? -preguntó mi padre en voz baja pero profunda.

El pequeño Nickerl quedó enmudecido. En sus ojos grandes y redondos, se reflejaban como estrellitas las luces del árbol de Cristo. Mi padre avanzó despacito hacia la puerta de la cocina y dijo bajito:
-¡Mujer, mujer, ven a ver un poco!

Cuando ella apareció, le preguntó:
-Mujer, ¿fuiste tú quien lo hizo?
-¡María y José! -exclamó mi madre.
-¿Qué dejaste sobre la mesa?- volvió a decir mi padre.

Luego llegaron también los criados y las criadas, vivamente impresionados con la inédita visión. Entonces un chico que venía del valle hizo la suposición:
-¡Podría ser un árbol de Cristo! ¿Sería realmente verdad que los ángeles traen del Cielo tal arbolito?

Ellos lo contemplaban y se admiraban. El humo del incienso llenaba la sala entera, de modo que era como un delicado velo que se posaba sobre el arbolito iluminado. Mi madre me buscó en la sala, con la mirada:
-¿Dónde está Pedro?

Creí entonces que era el momento de salir del costado del horno. Tomé por sus frías manitas al pequeño Nickerl, que continuaba enmudecido e inmóvil, y lo llevé junto a la mesa. Él casi se resistió, pero yo le dije, en tono profundamente solemne:
-No temas, hermanito... Mira, el querido Niño Jesús te trajo un árbol de Cristo, ¡es tuyo!

El niño estaba contentísimo, y juntó las manos como hacía en la iglesia para rezar...