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Más se vive más se aprende


Cuando éramos niños nos enseñaban a creer ciegamente en los cuentos de hadas, en monstruos peligrosos, en brujas traicioneras, en un papá Noel pilotando su extraordinario trineo convertible, en un dios de la bondad, en la infalibilidad de los diez mandamientos y en la fe ciega en nuestros semejantes.

Así pasamos la infancia, hasta que los años -sin piedad ni decencia, sin perdón ni vergüenza- hicieron subir el telón, dando comienzo a la función de gala de la vida, en la cual quedaron expuestas las patas de palo de nuestras ilusiones infantiles y de nuestras verdades infalibles.

Era la señal que nos indicaba que nos hiciéramos adultos y que debíamos archivar para siempre la mala costumbre de mirar el lado oculto de la luna, y suspender definitivamente nuestras discusiones estériles con los pájaros y nuestras charlas matutinas con las hormigas del jardín, quedando definitivamente prohibida la presencia de las utopías infantiles en nuestro cotidiano ejercicio de envejecer.

Entonces, ya como adultos, y para no perder la cordura, inventamos otros símbolos mágicos a los cuales nos agarramos con las uñas y los dientes de nuestro instinto de supervivencia, para intentar seguir flotando sobre las agitadas aguas del mar del tiempo.

A las hadas de otrora las transformamos por arte de magia en los cantores y actores famosos de hoy; los monstruos y los dragones se convirtieron en comunistas o terroristas o imperialistas que nos amenazan desde los balcones de los principales titulares de la prensa; las brujas malvadas se transformaron en suegras o ex-esposas; el duende amable, el fantasma amigo y el hada madrina cambiaron sus nombres pora Visa, Diner's y Mastercard; papá Noel se cortó la barba, se vistió con saco y corbata, cambió el trineo por un deportivo descapotable y apareció disfrazado de gerente de crédito; los diez mandamientos sufrieron una brutal metamorfosis y pasaron a ser los diez pagarés de la hipoteca, y todo eso ocurrió sin que ni siquiera nos diéramos cuenta que estábamos hundidos definitivamente en la dura y áspera realidad desde el momento en que el peso de la verdad hizo que nuestra inocencia naufragara en el turbulento río de la vida.

No cabe la menor duda que podría seguir hablando del fin definitivo de las ilusiones, de la pérdida irrecuperable de la inocencia, de la total falta de credibilidad de las leyendas, pero prefiero parar por aquí antes que los espíritus de las tinieblas -que son lectores habituales de todo lo que escribo- manden un ejército de luciérnagas armadas para obligarme a rectificar lo dicho hasta aquí.

Eso ya ocurrió una vez, cuando el dragón del castillo de Alí Babá me amenazó diciéndome que si yo no declaraba públicamente que él existía, mandaría dos hechiceras que trabajan en el gobierno a visitar a todos mis lectores en plena madrugada.

Bueno, ya me voy, antes que aparezca el jorobado de Notre-Dame.

¡Shazam!...

Raúl Duprat