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El secreto de la llave dorada


Las calles llenas de luces y los colores con que estaban adornados todos los pinos de los parques, le regalaban una bella imagen a la noche navideña.

Iba apurado, pues no quería llegar tarde para comer los pollos a la parrilla que estaba preparando mi padre; ni la mayonesa de ave para la entrada que, preparada por mi madre, era una real exquisitez.

Obviamente es una fecha muy linda, muy alegre; me gusta la Navidad, especialmente la Nochebuena, y toda la tradición que lleva consigo.

Llegué con tiempo para sentarme un rato con mi sobrinita, Luz, que inmediatamente después de dejarme saludar a todos, y como los años anteriores, me preguntó:

- ¿De dónde viene Papá Noel?

La respuesta fue la de siempre: viene del Polo Norte, con su trineo y sus renos, de quienes y como las anteriores navidades, no recordé sus nombres. Ella, entre enojos y reproches llenos de simpatía, una y otra vez me los hizo repetir, intentando que la Navidad que viene los recordara, aunque es realmente imposible que de un año a otro pueda hacerlo. Pero ella pone tal empeño en lograrlo, que valdría la pena hacer un esfuerzo, siempre me digo.

Es increíble -pienso- cómo les gusta a los chicos escuchar estos relatos fantásticos, siempre repetidos y a la vez irreales.

Obviamente, como todos los que hace ya más de un par de décadas dejamos la niñez atrás, nos resulta un tanto simpático ver cómo creen estas historias, que alguna vez también fueron reales para nosotros, y que con el paso del tiempo pasan a ser tradiciones, y nada más que eso.

Luego de dejarla jugando con un muñequito de Papá Noel, su trineo y sus renos, tomé una copa de vino y me fui caminando hacia el parque, que es hermoso: tiene faroles, plantas; el césped siempre cortado al ras, y unos bancos muy cómodos, que permiten ver el cielo estrellado de cada noche, y muy en especial la de la Nochebuena.

Mientras caminaba, pensaba en los miles de relatos navideños, y en parte me sonreía por ellos.

- ¿Cómo puede ser que grandes escritores escriban esos cuentos? - me pregunté.

Para mí la Navidad era un rito, nada más: el árbol, las luces, la comida, y el regalo para Luz, que venía de parte de un imaginario Papá Noel, Santa Claus o como quieran llamarle. Pero que alimentaba una ilusión irreal, que tarde o temprano terminaría desilusionándola.

Eso me dio pena y en parte me pareció injusto, aunque también entendí que la niñez se nutre de todas estas historias fantásticas.

Me recosté en uno de los bancos, cerré los ojos, para dejarme acariciar por la brisa fresca, y sentí que muy suavemente, un frío intenso, pero placentero, me recorría el cuerpo.

Miré el cielo, recorrí las innumerables estrellas, y la luna, que blanca y brillante me iluminaba el rostro.

Esa noche comimos, nos reímos de las travesuras de Luz, y cantamos; era bello, como todas las navidades.

Pero de repente sucedió algo extraño. Justo a la medianoche, se detuvo el tiempo; sí, dirán que estoy loco, pero todo se detuvo y todos se quedaron inmóviles en la posición que estaban, incluso Luz, que había dado un salto de la alegría por la llegada de Papá Noel, y que había quedado suspendida en el aire.

Atónito caminé alrededor de la casa para tratar de entender qué sucedía, pero la respuesta era simple: el mundo estaba parado en un instante de tiempo.

Luego, y para profundizar mi asombro, apareció un duende; sí, un duende, chiquito y vestido a colores, tal y como son descritos en los miles de cuentos fantásticos, esos que leen los niños. Me tomó de la mano y me llevó hacia el parque donde había un trineo gigante estacionado.

- ¿Qué estás esperando? Ayúdame - dijo el mismísimo Papá Noel que estaba cargando algo de césped del parque en el trineo.

- El césped es para los renos - me susurró el duendecillo.

Obviamente mis ojos estaban fuera de sus órbitas, no podía creerlo, no podía ser, pero era, y a pesar de mis irrealidades y escepticismos, lo tenía frente a mí: un hombre gordo de barba blanca, tal como lo describen las miles de historias, pero en el parque de la casa de mis padres y vestido de azul.

- Pero, ¿y el traje rojo? - pregunté.

Sé que no fue la pregunta más inteligente que podría haber dicho, pero fue la única que pude expresar debido a mi sorpresa.

- Estaba sucio, y no me quedó otro para salir - me contestó, con simpleza y una sonrisa que permitía ver cómo sus bigotes se levantaban suavemente, para luego agregar.

- ¡Peor fue el que usé el año pasado! - dijo meneando la cabeza.

- ¿Por qué? - le pregunté.

- Era amarillo.

- ¿Amarillo? - comenté sonriendo.

- Es que mamá había lavado el traje rojo pensando que era 20 de diciembre, y era 23, y a la hora de salir estaba mojado - me contestó el duende, en voz baja y entre risas.

Era una conversación por demás irreal; el viejecillo era sencillo y simple, no es que yo creyera que fuera distinto, pero estaba libre de todo protocolo; hablaba y te demostraba que te conocía, y con su sonrisa te daba toda la confianza para sentirte increíblemente cómodo ante su presencia.

- ¡Pero es Papá Noel! - pensé, tratando de hacerme reaccionar.

- Apúrate que tenemos mucho por hacer.

Decidido a enterarme de todo lo que sucedería aquella noche, le hice caso en cuanta cosa me pidió que hiciese. Luego subimos al trineo y comenzamos a emprender vuelo dejando una estela de destellos a nuestro paso.

Me explicó que tenía un único poder que podía utilizar una sola vez al año, y era el que yo había presenciado: podía detener el tiempo para poder unir los dos mundos.

- ¿Los dos mundos? - pregunté.

- Aquél en el que vos vivís, y el del que venimos nosotros - respondió, y agregó - pero es tarde, después te explicaré mejor.

- ¿Y por qué tienes que detener el tiempo? - volví a preguntar.

- Es que es la única manera de poder repartir mi felicidad a todo el mundo, - y reflexionó, dejando un interrogante en el aire - aunque podría ser mejor aún.

No entendí muy bien a lo que se refería, y no ahondé en preguntas, porque en realidad mi mente estaba en otro lado, ya que no entendía qué hacía en un trineo, a más de cien metros de altura, junto a Papá Noel, los renos y todos sus duendes.

- ¿Qué hago aquí contigo? - le pregunté extrañado.

- Me acompañas, ¿te parece poco? - dijo sonriendo.

- ¡No es poco, pero tampoco es normal!; no conozco a nadie que hubiera acompañado a Papá Noel en su trineo la noche de Navidad.

- ¿No conoces a nadie, o nunca nadie te lo contó? - me preguntó sabiamente.

- Creo que nadie me contó - dije, dudando de mi respuesta.

Luego de cruzar el mundo y de repartir risas, amor y esperanza, que son los regalos que entrega Papá Noel a los niños, llegamos a un pueblito muy chiquito, donde sólo existían tres casitas.

- Baja conmigo - dijo Papá Noel, para que, luego de un ágil salto, dejara el trineo detrás.

Lo seguí apurado para no perderle el paso, pues era muy rápido.

Caminamos por la oscuridad de la noche, y nos paramos frente a la ventana de una de las tres casitas de madera.

- ¿Ves a ese niño? - me preguntó.

Se refería a un niño que dormía abrigado por unas frazadas deshilachadas, en una habitación por demás humilde.

- Así es - le respondí.

- En ese niño se encuentra el gran milagro de Navidad - me dijo, sonriendo y dejando un gesto reflexivo en su rostro.

Ya sé, la pregunta más obvia hubiera sido intentar enterarme del por qué de tal revelación, pero entendí que sus silencios decían mucho, y a pesar de no darme cuenta a qué se refería, estaba seguro que pronto se me develaría la incógnita.

- El niño es un ángel - volvió a decir, y agregó - pero no lo sabe.

- ¿Un ángel?, ¿como todos los niños? - pregunté.

- No - dijo mirándome - es un ángel real.

- ¿Real? - dije sorprendido, y agregué - ¿Existen los ángeles?

El viejo me miró tiernamente, y con una sonrisa me demostró que aún estando en su presencia, el escepticismo seguía ganándome la batalla.

- Ven - me dijo, y se dirigió hacia la puerta de la casa.

Lo seguí, sin entender qué sucedería, pero teniendo muy en claro que seguramente sería algo bueno.

Entramos a la casa, y fuimos a la habitación.

- Es hermoso - dije - pero, ¿qué hacemos aquí?

- El niño tiene el secreto de la llave dorada. - me contestó.

- ¿El secreto de la llave dorada? - pregunté.

- Sí - contestó, y agregó: - Hace miles de años, antes de los tiempos incluso de la creación, había una humanidad divida en dos tipos de naturalezas. Los seres humanos y los seres mágicos, que coexistían perfectamente; no había odios, ya que nosotros evitábamos de todas maneras que ese sentimiento tomara forma entre los humanos. Pero un día, un mago, Joaquín, se sumergió en la avaricia, y utilizó todo su poder para tomar cuanto pudo a su paso. A medida que sus bienes aumentaban, su avaricia era mayor, y con ella, increíblemente, aumentaba su poder, pero un poder que nacía de la oscuridad, que hasta ese momento estaba apartada del mundo.

- ¿Y el niño? - pregunté.

- El ángel salvó a la raza humana, cerrando la gran puerta con la llave dorada, y escondiéndola lejos de Joaquín; dejando que una sola vez al año, cuando el mago de la maldad duerme, yo pudiese detener el tiempo, y entrar a tu realidad, sólo por un instante, para no ponerla en peligro, pero lo suficiente para repartir la alegría, que por el resto del año le hará falta al mundo de los humanos.

- ¿Quieres decir que los humanos no somos capaces de ser felices sin fantasía? - pregunté.

- Exacto, y la fantasía es parte del mundo mágico, y a él pertenecemos nosotros.

- ¿Y por qué decís que no sabe que es un ángel? - pregunté refiriéndome al niño.

- Es que sufrió tanto para lograr separar los mundos y así resguardarlos a ustedes de Joaquín, que bloqueó sus pensamientos y existencia, convenciéndose de que al ser un niño tendría una madre que lo protegería.

- ¿Y por qué estamos aquí?

- Debemos averiguar el secreto de la llave dorada, es decir, dónde se encuentra.

- ¿Pero no volvería todo a ser como antes, es decir, el mago no intentaría arrasar con todo por su avaricia?

- No, al ser apartado de los humanos, Joaquín fue perdiendo la avaricia, que es un sentimiento humano, y con ella sus poderes; y luego de un tiempo fue apresado. Pero el ángel, que es el único que puede unir los dos mundos, cree que es un niño, y niega saber dónde esta la llave, - y continuó - tú tienes que convencerlo de que no es un niño y así devolver a la humanidad toda la felicidad que viene de nuestro mundo mágico.

- ¿Y yo?, ¿por qué? - pregunté desconcertado por tamaña responsabilidad.

- Cada año, en Navidad, un buen hombre me acompaña para que el niño sepa su verdad. - me contestó.

- ¿Y los anteriores no pudieron?

- No, es que no siempre la calidez humana es la misma. Y para poder convencerlo tiene que ser alguien puro de alma y a la vez humano; el gran problema que tenemos es que no podemos saber a quién elegir, y lo hacemos sólo basándonos en quienes nos parecen buenas personas, pero hasta ahora ha fallado.

- ¿Pero tú no puedes hacerlo? - volví a preguntar.

- Yo no tengo la parte humana que tú sí tienes - me contestó.

- ¿Y qué debo hacer?

- Déjate llevar por tu naturaleza. Pero ten en cuenta que sólo tendrás una oportunidad, si fallas... el niño se dormirá hasta el próximo año.

Ni bien dijo estas últimas palabras, el niño despertó, y el viejito desapareció.

- ¿Tú quién eres? - me dijo, mientras estiraba las alas.

- Un amigo - contesté sin saber mucho qué decirle.

- Soy un niño - me dijo afirmándolo de tal manera de no darme posibilidad a refutarlo.

Pasaron varios minutos sin decir ninguna palabra, él me miraba y yo intentaba encontrar la forma. Hasta que le dije:

- Yo soy un ángel.

- Tú no eres un ángel - me dijo enojado.

- ¿Por qué dices eso? - pregunté intentando mostrarme ingenuo.

- No tienes alas, y eres demasiado grande para ser un ángel.

- ¿Y cómo es un ángel?

- Es como un niño, con alas y poderes de bondad que no serías capaz de imaginar siquiera.

- Tú tienes alas - le dije, y no me contestó.

- ¿Por qué dices que eres un niño? - le pregunté.

- Porque sólo siendo niño tendré una madre.

- Pero sabes que no eres un niño común.

- Lo sé, pero no me interesa.

Luego de sentarme a su lado, de pasar mi mano por sus alas y de acariciar su espalda, le dije:

- Eres un niño muy bello, pero el ángel que está dentro tuyo tiene un secreto, que sólo si te das cuenta tú mismo que él existe, nos dará la posibilidad de revelarlo.

- Pero, ¿y mi mamá?; si soy un ángel, nunca tendré mamá - dijo acongojado.

- No es así, eres un niño que lleva dentro un ángel...

- No quiero ser un ángel - volvió a repetir casi llorando.

- Es que es tanto el deseo que tienes de ser un niño, que poco a poco te has ido transformando en uno, pero no por eso tienes que negar el ángel que forma tu alma.

- ¿Un niño y un ángel a la vez? - dijo, transformando sus lágrimas en un gesto de sorpresa - Nunca lo hubiera pensado desde ese punto de vista - y agregó - y me gusta.

- Entonces, ¿revelarás el secreto? - le pregunté.

- El secreto ya fue revelado a quien correspondía, y sonrió dejando que en sus ojos un destello de luz se reflejara.

En ese instante volví al parque de mi casa, al banco y al cielo estrellado. No entendí, y supuse que había sido todo un sueño. Si no hubiera sido porque ya no tenía sólo una sobrina, sino que mis sobrinos eran dos: Luz y Ángel. Increíblemente algo había cambiado en mi vida, ya que encontraba en mi mente cientos de recuerdos, donde Ángel me acompañaba una y otra vez.

Esa noche comimos, y nos reímos mucho de las travesuras de Luz y Ángel.

Pero a la medianoche, luego de brindar, cual puerta mágica, se abrió el cielo, para que ante el asombro del mundo, y tomados de la mano, elfos, hadas, magos y cientos de seres mágicos más bajaran a la tierra y festejaran la Navidad de los seres humanos, dejando paso a una eterna y mágica realidad llena de fantasía.

Walter Darío Mega